Ella tenía cicatrices. Besos en la piel. Mordiscos de tinta y sangre. Y no le importaba enseñarlas. Eran suyas. Partes de su vida.
Durante mucho tiempo intentó librarse de ellas, camuflarlas. Le resultaba doloroso llevarlas consigo. Cada una de ellas era como un agujero negro que se llevaba una parte de ella, y eran muchas las que tenía.
Hasta que un día sucedió: se colapsó. Se llenó de vacío. Se convirtió en constelación, y en vez de estrellas la llenó de lágrimas. Después un silencio eterno en su cabeza, un zumbido continuado. Y un rayo de luz azulada iluminó las escaleras. Ascendió en silencio, con la mente en llamas, con cristales en los pies, con heridas en su piel, pero en silencio. Al llegar al final del camino, una voz: no estas sola...
Entonces abrió los ojos muy fuerte, como si una corriente eléctrica recorriera su espina dorsal en dirección a ninguna parte. Un fuerte dolor atravesó su pecho, justo por en medio de su pulmón derecho. Se sintió desvanecer. Pálida, fría, desnuda.
En aquel momento volvió a nacer. Solo que esta vez no había sangre, ni gritos, ni un montón de gente desconocida a su alrededor. Solo cicatrices.
Y decidió seguir hacia adelante...
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