Volaba tan alto que hasta los rascacielos más altos se le antojaban tan diminutos como la casa de los 7 enanitos de Blancanieves. Era rápida, la más veloz de todas las criaturas de la tierra... y quien sabe si de algún otro lugar.
Le gustaba subir lo más alto que pudiera, sintiendo como la velocidad del aire rodeaba cada centímetro de su precioso cuerpo. Aunque el viento se le metiera en los ojos ella no podía cerrarlos. Le gustaba ver a las sorprendidas aves, estupefactas ante tan bellas acrobacias, aminorar su vuelo para poder contemplarla.
Sentía los rayos del sol filtrarse por todos y cada uno de los poros de su piel, inundándola de vida.
Una vez que se encontraba en lo más alto, se detenía; encorvaba su cuerpo hacia atrás con los brazos abiertos, como si estuviera dando la bienvenida a alguien que no estaba allí. Por unos instantes el mundo se movía tan rápido que ella se sentía girar a cámara lenta, y como si de un viraje se tratara descendía dejándose caer. Apenas unos instantes de cámara lenta daban paso al rápido descenso. ¿Cuánto tiempo tenía hasta poder frenar a tiempo para no estrellarse contra el suelo? No le importaba. Como si el tiempo no existiera en sus parámetros de lo que significa vivir, ni el tiempo ni el espacio, ni las cumbres ni los llanos, ni ríos, ni mares, ni lagos.... Nada.
Mientras descendía se sentía la persona más pequeña del mundo, y la más grande al mismo tiempo. Pensaba en salvar el mundo, en socorrer a aquellos que lo necesitaran con su ajustado traje.
Aquel traje era... ¿cómo definirlo? Era suyo. Tenía una capa tan larga como sus largas piernas, las cuales estaban envueltas en unas mallas doradas. Por el día reflejaban la luz del sol de tal manera que los aviones que tenían la suerte (o más bien la desgracia) de cruzarse con ella se quedaban tan deslumbrados que tenían que mirar hacia otro lado, perdiendo el control del aparato durante el tiempo suficiente como para darles un buen susto a los pasajeros. A modo de traje tenía una vieja camiseta de alguno de esos grupos que nunca escuchó, tan rota que parecía estar roída por cualquier tipo de animal. Pero era perfecta.
Tenía una larga melena. No le gustaba llevarla recogida, porque sentía como su cabello se quejaba al no poder estar en libertad. Al fin y al cabo, si esos son sus ideales, ¿por qué no dejar libre a todo aquello que le pertenece? Tal vez ese es el único modo de lograr ser libre de verdad. Por eso mismo siembre llevaba el pelo suelto. A veces volaba y miraba de reojo las puntas de su melena. Veía como se entrelazaban, como jugaban entre ellas, las escuchaba reír. Se Sentía como Spirit, aquel caballo que indómito, corría por el mundo con sus crines al viento.
Ya estaba más cerca del mundo. Lo que antes era una paleta de pintor, plagada de colores verdes, marrones, azules y blancos, ahora eran fronteras de tierra y agua. Veía países, veía mareas, incluso podía escuchar los sonidos del gran planeta azul. Estaba gritando fuerte, y aún así la gente de ahí abajo era incapaz de escucharlo. Eso la ponía furiosa.
Siguió descendiendo hasta que apenas unos centímetros separaban su puntiaguda -y ligeramente abultada- nariz de las verdes briznas de hierba que surgían del suelo. Entonces ocurrió...
Aquella mañana la joven V. se despertó sin saber que estaba a punto de descubrir algo que cambiaría su vida para siempre.
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