Café con canela, zumo de naranja recién exprimido y una decisión importante que tomar. Sí, definitivamente ese iba a ser un día... ¿cómo definirlo? Raro, dejémoslo en raro.
Tenía amigos, familia, a su pequeño gato callejero y cómo no, le tenía a él. Era un chico maravilloso, con el que había compartido cosas buenas y malas. Él la cuidaba mucho, pero últimamente tenían problemas. Una mala racha tal vez, pero mala al fin y al cabo.
Ella sabía que no estaba sola, claro que no lo estaba. Pero todas las mañanas se despertaba así, sola. Sola y vacía, como una flor de invernadero a la que separan de las demás para venderla. Se toma su desayuno y se cuelga al cuello un cartel de SE VENDE de color naranja con unas letras negras bien grandes, para que todo el mundo lo vea. Dibuja una sonrisa en un pedazo de papel y coloca al lado un espejo. Practica mucho, no para hasta que no consigue una sonrisa exactamente igual a la del papel. Todo el mundo sabe que para vender algo lo más importante es la presencia, una buena presencia. Nadie compraría algo defectuoso, y si dejaba correr las lágrimas por su cara, tarde o temprano se acabaria deteriorando. Envejecería rápido y se quedaría en el estante de objetos rebajados de precio y, a pesar de venderse, no quiere hacerlo por menos de lo que vale.
Así era su vida, rutinaria y predecible. Ella confiaba en que algún día alguien la comprase y la llevase lejos de allí. Pero llegaba la noche y ella seguía allí, en su precioso escaparate decorado con ilusión, calor humano y un montón de esperanza y sueños por cumplir.
Después de pasarse toda la vida expuesta ante cotillas y mirones, unos cuantos posibles compradores y gente que simplemente pasa por ahí, decide cogerse el día libre. Coloca un maniquí en su lugar y sale a disfrutar del excitante mundo de la noche. De todos modos nadie notaría la diferencia.
Toma una copa, y otra, y otra más, y después de pasarse la noche bailando en discotecas y bebiendo, se retira a la terraza de un pequeño bar situado a las afueras. Era muy tarde y hacía frío, pero queria estar fuera, sentirse libre. Para estar sentada y encerrada entre cuatro paredes con cristales, se habría quedado en su escaparate. Una vez allí se pide una cerveza.
El local estaba abarrotado, a pesar de la hora, por lo que tardaron en traerle la consumición. Quince minutos después, el camarero trajo el pedido y lo dejó en la mesa.
La botella era alta y tenía unas curvas perfectas. Llovía, y sobre ella caían un montón de pequeñas partículas de agua, que se depositaban sutilmente sobre cada uno de sus rasgos. Brillaba resplandeciente con la luz de las farolas y sus ojos eran azules, más parecidos a la espuma del mar que a la de la cerbeza. Su pelo era de un color oscuro, pero no llegaba a ser una guinness. Sí, la que se había sentado a su lado en la terraza de aquel bar era una cerbeza tostada, una preciosidad llegada desde Bélgica.
No la conocía de nada pero la dejó sentarse. Aquella joven parecía triste. Tenía el maquillaje corrido y se notaba que no era por la lluvia, porque tambien tenía los ojos enramados y algo rojos. Ella sabía que no quería hablar, se le notaba en la mirada, por lo que prefirió besarla. Horas más tarde, y debido en parte al exceso de alcohol, acabaron las dos en su cama haciendo el amor.
A la mañana siguiente esa chica seguía ahí, dormida, con una cara angelical y sobretodo feliz. Estaba pensando en despertarla y decirla que se fuese, pero en lugar de eso cogió el cartel de SE VENDE y lo rompió en mil pedazos.
Ya había tomado una decisión, había encontrado el comprador definitivo. Pero ella ya tenía un comprador, ¿no? Bueno, digamos que él sólo la tenía en alquiler. No era algo definitivo, no al cien por cien, al menos para ella.
Despertó a la chica con un beso en la frente y un suculento desayuno: café con canela, zumo de naranja recién exprimido y esta vez, una sonrisa de verdad. Le dijo que tenía que salir a hacer una cosa, que esperase en su casa, y ella aceptó.
Estaba dispuesta a dejarle, lo tenía claro. Le llamó y le dijo que se dirigía hacia su casa. Por el camino repasaba una y otra vez cómo se lo iba a decir. Pero entonces llegó a su casa. Caminó por ese pasillo por el que tantas veces había pasado y entró en su habitación. En ese instante no pudo contener su sonrisa, y rompió a llorar. -¿Qué nos ha pasado?- dijo, con la voz temblorosa. Él le respondió: -No lo se... Pero yo te querré siempre.
Estaba dispuesto a escucharla, no quería besos ni falsas sonrisas, solo solucionar sus problemas. Pasaron toda la noche hablando, recapacitando sobre lo que les estaba pasando e intentando buscar soluciones. Él no quería que ella estuviera triste, porque le contagiaría su tristeza y no podría ayudarla.
Entonces lo vio claro. Ella no necesitaba a una chica misteriosa que le aportase felicidad por una noche. Ella necesitaba a alguien que le apoyase, que le escuchase y que estubiese día tras día y noche tras noche con ella.
Se quedaron dormidos, y a la mañana siguiente él apareció con un tazón lleno de helado y la despertó diciendo: buenos días princesa.
Y en vez de decirle adiós, ella le dijo: te quiero mucho. No me dejes nucna, por favor.
Llamó a la chica que estaba en su casa y se despidió de ella.
Era su decisión definitiva. No quería estar con alguien que la comprase por su apariencia. Quería estar con alguien que la comprase a pesar de todo, a pesar de estar desgastada y envejecida, a pesar de estar en el trastero, llena de polvo, con más rebajas que un par de zapatos viejos fuera de temporada.
Quería estar con él.
El camino se divide en dos, uno de los caminos te lleva al corazón de él, el otro, a la desesperación de él también. Hay un fantasma, "alter ego" tuyo en el camino que sabe la respuesta a que camino es cual. Te responderá a...
ResponderEliminarQue más da, si llegues donde llegues puedes arreglarlo... O estropearlo...
Te he preferido comentar de forma más privada, pero igualmente quiero que quede aquí reflejado lo mucho que me ha gustado. Sigue escribiendo, lo haces realmente genial.
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